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Channel: Hojas de Arbolito
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Agosto 2020

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El hilo de la vida

El fin de semana en las sierras de Lavalleja tuvo múltiples caras, colores y sonidos, pero hubo dos lugares de los que no pudimos salir igual que como habíamos llegado. Uno de ellos es El hilo de la vida, el otro la gruta del Arequita.
Yo iba muy canchera porque a ambos paseos ya los había hecho antes: al hilo había ido el año pasado, con otro grupo de amigos, y a la gruta una vez, en la infancia. Los dos coincidieron en que los hicimos por la tarde, que hubo una charla inicial en un anfiteatro al aire libre y que nuestro guía era en ambos casos un Gustavo que había arrancado con una profesión totalmente diferente a la que estaba desempeñando ahora: médico el del hilo, profesor de Educación Física y atleta el de la gruta.

Del hilo de la vida no saqué apuntes. La recorrida va al principio siguiendo una pequeña corriente de agua que mucho más adelante desemboca en el Santa Lucía, un hilo de agua rodeado de cerros tapizados de piedras con líquenes y cuarzos blancos. Varios caballos nos siguieron un buen trecho, pidiendo mimos y comida.
Diseminados por el lugar hay 78 estructuras hechas con piedras en forma de cono con el vértice truncado, chato. Nadie sabe qué son, ni quiénes las hicieron. Se parecen a las apachetas de origen incaico de las que vi muchas en Salta y Jujuy, su tamaño es variable pero nunca pasan de los tres o cuatro metros de alto y todas tienen unas piedras chatas que sobresalen, ubicadas a alturas variables y sin un patrón fácilmente identificable. Son estructuras de las que se han encontrado ejemplos en otros lugares del país, y de las que el primer registro escrito es de Darwin, que reconoce haber derruido ocho para concluir que su función no era funeraria. Aparentemente son macizas, no hay en ellas ni restos humanos ni objetos labrados por el hombre, y lo que sí hay es una serie de piedritas de cuarzo entre las rocas, como marcando diferentes niveles de la construcción. Hay quien sostiene que tienen que ver con las constelaciones (por ejemplo con la Cruz del Sur) o con el magnetismo del lugar. A una de ellas, a la que le quitaron las piedritas de cuarzo, la destrozó un rayo, y el guía teoriza que pudo haber funcionado como una forma primitiva de canalizar la energía… O algo así, porque en medio de la charla me distraje mirando los cactus y las flores del camino.
A lo lejos se veían unos dibujos raros en el campo: eran “la prueba de lo que puede llegar a hacer un hombre enamorado”, según nos contó el autor de la intervención, que había dibujado con un tractor el nombre de su amada sobre los yuyos.
Algo pasa con la energía del lugar. Las varillas de bronce que manejaba el guía se entrecruzaban siguiendo un patrón determinado, moviéndose siempre al pasar por los mismos puntos, y no era que él las manipulara, porque el año pasado yo (medio descreída) se las pedí para ver cómo era: se mueven solas, y mucho.
Tuve muchas ganas de llorar estando arriba de un cerro de lleno de cuarzos, una emoción que nada tenía que ver con lo que estaba hablando el guía, al que hacía rato había dejado de escuchar. Me sentí bienvenida, acompañada, reconfortada. Una presencia en particular estaba cerca, conmigo: era Julio. Julio el mago, el luminoso, de quien (oh casualidad) he estado escribiendo sin parar durante las últimas semanas. Gustavo contó que Julio había estado en el hilo un poco antes de pasar a otro plano, y coincidió con Diana y conmigo en que era un sabio y que estaba infinitamente más avanzado que cualquiera de nosotros.
La visita al lugar duró un poco más de dos horas. Hicimos un par de rituales en relación con la energía del sol y de las piedras, subimos un cerro desde donde se dominaba un paisaje increíble, pasamos por una cantera abandonada y por varias de las pirámides truncadas y terminamos en el establecimiento tomando té de hierbas y comiendo scones calentitos, mientras se encendía un gran fuego junto a la cañada y se escuchaban tambores a lo lejos.
Salimos casi a la caída de la noche. De mis fotos de la luna llena una salió normal, y la otra mostró un cielo súbitamente oscurecido y una línea de luz que nada me puede explicar, y ni falta que hace. Lo que está está, y quien puede ver, que vea.




La gruta del Arequita

Datos
En este paseo sí, saqué algunos apuntes. El cerro Arequita tiene 307 metros de altura (para comparar, el Catedral tiene 514, el de las Ánimas 501 y el Pan de Azúcar 490). El río Santa Lucía, que divide la parte de serranías de la llanura, nace detrás del Arequita, entre él y un cerro similar, que es el de los Cuervos. Allí está la Laguna de los Cuervos, que ni es laguna (sino engrosamiento del río) ni de cuervos (porque lo que hay son buitres). El Arequita es una enorme muralla de piedra, y desde donde lo mirábamos se podría decir que hay una forma de mano humana, entre cuyos dedos índice y mayor aparece claramente una cruz de color negro. Debe ser parte del relieve, no está pintada ni la componen plantas oscuras, y se ve fácilmente desde abajo. Algunos sostienen que señala los 4 puntos cardinales, que es una cruz templaria, que se parece a un cuervo o que simboliza lo masculino y lo femenino.
El nombre Arequita (con igual etimología que Arequipa, en Perú) viene del guaraní: Araycuahita, agua de las altas piedras de las cuevas. Ara es un altar, sitio alto. “Y”, un río o arroyo. “Cua” es cueva, “hita”, piedra. La “h” indica que es una piedra grande. Se refiere al río que nace en la piedra (corre agua en la gruta, agua que no se sabe bien de dónde sale, que va a parar al santa Lucía). Las altas piedras son el Arequita y el de los Buitres. La edad de ambos se calcula en 300 millones de años. Han pasado por glaciaciones, por una etapa volcánica (la gruta parece ser una especie de agujero de lava), por enfriamientos y resquebrajamientos que dieron lugar a sus grutas y columnares.

Vivencia
Gustavo, el guía, era un flaco veterano de edad incierta. Cuando llegamos a preguntar, sin tener idea de nada, justo empezaba una visita guiada en menos de diez minutos.
_ ¡Qué casualidad! –dijo mi amiga, la que había entrado a preguntar.
_ Nada es casualidad. –respondió Gustavo, mirándola bondadosamente con sus grandes ojos azules.
Empezamos la charla bajo el sol, y después pasamos a unas gradas techadas. Al momento se puso a llover copiosamente, mientras Gustavo nos contaba de eras geológicas y de etimologías del nombre del lugar, que su familia (de origen vasco) cuida dese hace cinco generaciones. A su lado dos de los nietos: una adolescente hermosa, probablemente la heredera de su misión, y un chiquito rubio enrulado y silencioso. Terminada la charla, en absoluta sincronicidad, cesó de llover y volvió a salir el sol. Nos dirigimos hacia la mole de piedra y comenzamos el descenso hacia el corazón del cerro.
La bajada no era especialmente dificultosa, aunque los escalones estaban húmedos y algo resbalosos. Dos de mis amigas se sintieron mal a mitad del descenso y subieron a la superficie, pero volvieron a bajar acompañadas por Gustavo.
_ Yo sabía que ibas a subir. –fue el comentario del guía a una de ellas, antes de tomarla del brazo y reiniciar la bajada. No nos explicó por qué.
Al entrar me sentí absolutamente a gusto en el enorme espacio de la cueva, similar a un anfiteatro. Tengo un temita con la claustrofobia, pero el lugar era amigable y no hubo que entrar agachado ni ninguna de esas pesadillas. Había varios puntos iluminados con una tenue luz artificial que permitía percibir los relieves del lugar sin que perdiera su misterio. Nos quedamos todos parados en silencio sobre la tierra húmeda, a manera de feligreses de un ritual ancestral y misterioso, mientras se escuchaba todo el tiempo el sonido del agua goteando sobre la gruta y Gustavo nos iba explicando cómo la cueva en su interior replica la geografía del exterior: allí estaban simbolizados los dos cerros, el nacimiento del río, los cuatro puntos cardinales, todo. Como es afuera es adentro.
Era un sacerdote en su templo. Una paz nos fue ganando a todos, al menos hasta que a Gustavo se le ocurrió la peregrina idea de pedir a la nieta que apagara las luces y nos dejara en la oscuridad más absoluta. Mierda, mierda, mierda: la claustrofobia empezó a dispararse. No tolero la oscuridad absoluta, me provoca pánico, aunque era consciente de la presencia del celular en el bolsillo, con su promesa de pantalla luminosa a un solo toque de mis dedos. En caso de ser necesario, lo iba a encender. Otra de mis amigas me tomó en ese momento del brazo, aterrada por el sonido de los murciélagos que revoloteaban sobre nuestras cabezas. Cerré los ojos, me concentré en la respiración y un poco me hice la valiente, a la vez que Gustavo hablaba de experimentar allí una suerte de nacimiento, de la salida de la oscuridad del útero materno rumbo a la vida, a la luz. Ahí se encendieron nuevamente las luminarias y volví a respirar, aliviada. Se ve que mi nacimiento no fue un lecho de rosas, pensé mientras ascendíamos los escalones y volvíamos a reencontrarnos con el sol y el verde del mundo exterior.
Pasamos mucho rato mis cinco amigas y yo asoleándonos sobre el pasto, que estaba tan seco como si no hubiera caído un aguacero apenas un rato antes. Al final decidimos volver a activarnos, porque ya eran pasadas las dos de la tarde y sabido es que uno después de volver a nacer suele tener hambre. El Arequita pronto volvió a quedar a nuestras espaldas, mientras enfilábamos hacia otras rutas.
Este ha sido un viaje removedor, inmerso en un año de cambios que no sabemos adónde planean llevarnos. Y allá vamos.

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