1. El sueño de Inés
Sucedió en los noventa. Mi vieja dormía profundamente en su casa de Ñangapiré, a veinte kilómetros de Melo y a media cuadra del Tacuarí. El Cele, como siempre, roncaba despacito a su costado. No andaban con mascotas en ese viaje, y por el frío que hacía habían cerrado todas las ventanas y tapado las hendijas de las puertas.
En determinado momento el curso habitualmente plácido de su sueño empezó a derivar en pesadilla: había una mujer rubia que la perseguía por toda la casa tratando de matarla. Despertó agitada y al instante percibió algo en el aire: supergás. No había electricidad en la zona; la heladera funcionaba prendiendo una llamita conectada a una garrafa, que en algún momento de la noche se había apagado. La casa estaba inundada de olor a gas.
Mi vieja se tiró hacia la ventana, la abrió y trató de despertar al Cele, que estaba más amodorrado que de costumbre. Sin importar el frío ni los vientos mantuvieron todo abierto hasta que el olor terminó de disiparse, y solo les quedó un dolor de cabeza que demoró varias horas en irse.
2. Historia pequeñita Turismo de 2019. Estaba con dos amigas y un montón de gente en el Cerro del Zapato, en Córdoba. Frente a nosotras, el Uritorco majestuoso, al que todavía tengo pendiente visitar. Una de mis amigas me pidió una foto sentada en una roca con el cerro de fondo, una foto con mi teléfono, porque al suyo se le había acabado la batería. Suelo enfocar muy bien y siempre me fijo que haya armonía entre la figura y el paisaje, pero cuando fuimos a ver la imagen resultó que solo habían salido sus pies sobre la roca. Rarísimo: yo sé que no había movido el teléfono, pero en fin.
_ ¡Pero qué fotógrafa más chambona! -me dijo la modelo, entre risas, y al instante le propuse sacar otra. Volvimos a la roca, volvió a posar con el Uritorco a lo lejos, pero la foto no pudo ser porque se me apagó el celular, aunque aún tenía la mitad de la batería. Hace tres años que lo tengo, esa fue la única vez que se apagó solo y no volvió a prenderse hasta que nos fuimos.
3. La muchacha de negro
Esta es una historia más que triste, que aún me persigue.
Sucedió un día de diciembre, hace como quince años. Por la mañana fue la fiesta de fin de cursos de un colegio en el que yo trabajaba, y aunque mis estudiantes ya habían tenido su acto de cierre (porque eran de quinto año) de todos modos me tiré hasta ahí para acompañar un rato a los más chicos. El día estaba precioso, y creo que yo tenía que firmar un recibo de sueldo o algo de eso.
Cuando estaba por comenzar el acto hubo un murmullo de admiración entre los de tercero: había venido (digamos) Lucía, una compañera que hacía meses que no veían, porque había abandonado los estudios. Ellos estaban muy formales con sus uniformes azules y verdes; Lucía se vino de negro, con la onda gótica de algunos gurises de ese tiempo, maquillada con delineador y labios negros, el pelo muy lacio, los ojos muy oscuros. Había ido a saludar a sus compañeros; estaba bellísima, parecía una reina. Durante el tiempo que duró el acto y un rato después, cuando todos nos quedamos charlando en el patio bajo el sol de la mañana, tuve varias veces el impulso de ir a hablarle, pero no lo hice. Quería decirle algo, solo que no sabía qué. Que era preciosa, que me encantaba su aire de libertad, que no se diera por vencida, que volviera a estudiar, no sé, algo, pero me frenó el hecho de no haber sido su profesora. Yo no la conocía (de hecho, no recordaba haberla visto antes), y andá a saber si la gurisa no interpretaba que la estaba cargando, yo qué sé, no pude.
Cuando salí del colegio charlando con el profe de Química (íbamos para el mismo lado), Lucía estaba sentada en la vereda con sus compañeros.
_ Chau, nos vemos... -saludó el profe- Qué bueno verte, Luciana.
Y empezamos a caminar hacia nuestra parada.
_ Qué boludo, le dije Luciana y creo que es Lucía.- dijo él- Bueno, igual no importa, la próxima vez que la veo se lo digo.
Nos fuimos charlando sobre la elección de horas y esos temas típicos de diciembre, hasta que vino su ómnibus y yo seguí caminando hacia mi casa. El colegio me quedaba a media hora; era lindo caminar en esos tiempos.
Por la noche me reuní con mis compañeros del liceo público: había una chorizada despidiendo el año. Éramos como cuarenta profes, porque el liceo era grande y todos nos queríamos mucho. Me extrañó que Claudio (digamos), el de Biología, demoró mucho en llegar y cuando apareció estaba con cara de que algo le había pasado. Cuando pude charlar con él le pregunté, y me contó. Él es médico, y esa tarde le había tocado presenciar algo terrible: una chica de su edificio había tenido una discusión muy fuerte con el padre porque no la dejaba ir a no sé qué concierto, y se había tirado por el balcón desde el piso ocho. Murió en el acto.
_Se llamaba Lucía, capaz que la conociste: iba al colegio en el que vos das clase. -me dijo.
Desde ese día trato de no dejar de acercarme a alguien si siento que debo hacerlo. Probablemente nada habría cambiado, pero yo sé que algo (o alguien) me empujaba hacia ella y me negué al llamado. Tampoco me culpo; ¿quién soy yo para cambiar el destino de nadie? Pero no sé, no sé, no sé. Y tampoco olvido.