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Historias desde la cuarentena, 37. Odisea con manzanas: ida y vuelta de Toscana a La Spezia, sin morir en el intento

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1. Barga

Es la una de la mañana y el mundo exterior duerme desde hace varias horas. El viento se hace oír pese a las gruesas paredes de la casa, y es una suerte vivir en una época de calefacción generalizada.

Barga es un pueblito toscano en un valle rodeado de montañas: estamos a unos 400 metros sobre el nivel del mar. La Casa Cordati es antigua, de muros gruesos, con un frescos en las paredes y con las habitaciones llenas de pinturas del signore Giordano, abuelo del veterano que la administra ahora. Queda en la Via del Mezzo, adonde llegamos hace unas horas, al atardecer. Como todos los pueblos medievales de la Toscana, Barga tiene calles empedradas, escaleras y callejones que suben y bajan y muy pocos autos (solo de los más pequeños) que apenas pueden girar en las esquinas y a veces dejan huellas de rozones contra los muros de las casas. Hay por todos lados unos gatos gordos que vienen corriendo a pedir mimos, y muy poca gente. Un silencio al que estábamos desacostumbrados, especialmente luego de pasar por Florencia y su constante hormigueo humano. Aire puro, con olor a estufa prendida al caer la noche. En el horizonte se e ven las montañas nevadas, y en los techos cercanos las columnas de humo que se elevan.

2. Riomaggiore

El viaje alle Cinque Terre, sobre la costa de la Liguria, nos demandó varias horas. Teresita, Alejandro, Marila y yo íbamos de fiesta en nuestro auto alquilado, viajando entre las alturas, viendo a lo lejos los pequeños pueblitos con sus casas siempre amarillas o anaranjadas, alguna iglesia, un castillo en lo alto y un fondo de montañas que poco a poco se fueron convirtiendo en unos picos blancos altísimos y esplendorosos: los Apeninos. Desde ayer andamos con la música de Marco en la cabeza, que cantamos con cualquier pretexto. Vamos viajando como adentro de un puzzle, porque si los paisajes de de Florencia nos recordaban a las pinturas medievales, los de esta región nos llevan a las clásicas imágenes de rompecabezas con prados, agua cristalina, puentes firmes y antiguos, montañas verdes cercanas y blancas a lo lejos. Cascadas por todas partes y cientos de cañadas y arroyos de unos veinte centímetros de hondo, entre piedras blancas y aguas verdes.

No nos dan los ojos.




Ya habíamos casi agotado las provisiones de frutas y bizcochos cuando llegamos a nuestro destino en Cinque Terre: Riomaggiore, el primero de los cinco pueblos, el más chico y el más bello, construido sobre los acantilados. Nuestro acceso fue complicado dado que no se permite el ingreso con auto de quienes no residen o alquilan, y tuvimos que dejar el auto a unas cuadras, por un tiempo máximo de tres horas.

Riomaggiore es colorido, lleno de pasajes y escaleras endiabladas, con muchas vueltas y recovecos. Caminamos muchas cuadras antes de poder ver el mar, andábamos por los rincones del pueblo como por un laberinto, y yo me sentía como en esas pesadillas donde quiero bajar a la playa y siempre algo me lo impide. A una bajada sucedían otras, vueltas, calles encaracoladas, terrazas, y el mar que no aparece. Por fin lo vimos, desde arriba, tras mucho preguntar accedimos al nivel de las olas y cuando lo encontramos resultó que cualquier esfuerzo hubiera valido la pena. Agua turquesa transparente, acantilados, botes, gaviotas, boyas, flores.

Playa de arena, sin embargo, no hay en este pueblo. Lo que sí hay es un mirador panorámico espectacular desde el que se dominan los acantilados, los botes y las olas. A él accedimos Alejandro y yo, mientras Marila retrocedía una cuadra a buscar a Teresita, que estaba sentada ante la mesa de un café, capuchino de por medio, esperando a ver si el descenso no era muy dificultoso. Al rato nos encontramos los cuatro, recorrimos algo del mirador y nos sentamos a merendar en un barcito frente al agua.

Una gata estaba sobre la mesa, y se dejó desalojar sin mayores resistencias.




3. La partida

Pasado el rato decidimos que ya era tiempo de visitar el segundo pueblito de los cinco. Mientras Ale iba a buscar el auto para acercarlo, Marila y yo nos adentramos más en el pasaje que se abría a partir del mirador principal, que consistía en una larga vereda con baranda, que iba descendiendo contra el acantilado. El camino terminaba en una playa de piedras esféricas veteadas de blanco y negro, del tamaño de pelotas de fútbol. El agua estaba helada, pero aún así había unos nórdicos bañándose muy felices.

Por fin las tres mujeres iniciamos la vuelta, yendo al encuentro con Alejandro en un sitio ya determinado por él y Marila, que son nuestros conductores designados, ante la inutilidad de las otras dos pasajeras del vehículo. Cruzamos el túnel que lleva a la estación de trenes (porque hay un tren que conecta los cinco pueblos y va al nivel del mar), hasta donde esperábamos encontrar a Ale con el auto. Pero no estaba. Ninguno de nosotros tenía señal en el celular, y Tere, que es asmática, comenzaba a respirar con dificultades y a necesitar su inhalador. Me adelanté a mis amigas subiendo por una calle de repecho interminable, para ver si por ahí encontraba a nuestro amigo, pero llevaba caminadas ya seis cuadras cuando vi que el tránsito estaba cortado, porque la calle estaba en reparaciones. Problemas.

Retrocedí hasta donde venían caminando lento Marila y Teresita, y en eso pasaron dos hombres con pinta de cincuentones pero que resultaron ser septuagenarios, y con nuestro escaso italiano les preguntamos hasta dónde podría haber llegado Ale con el auto. Hasta el estacionamiento, dijeron, y nos invitaron a seguirlos. Dos tipos de lo más interesantes; ambos eran pilotos y habían viajado por todo el mundo. Al principio bajaron el ritmo de su caminata para acompañar el nuestro, pero en seguida yo me adapté al de ellos, mientras Marila y Tere nos seguían, cada vez más a lo lejos. En algún momento ellas dejamos de vernos, porque la calle era larguísima y llena de vueltas, con lo cual ellas se hicieron a la idea de que Ale estaría perdido por ahí y yo secuestrada por los dos tanos, e incluso me pegaron un par de gritos, que yo, metida en la charla, nunca escuché.

Llegamos al fin al estacionamiento, me despedí de mis dos guías, pero nada. Ni rastros de Ale.

¿E allora?

Marila y yo fuimos hasta el inicio de la ruta: nada.

Para entonces Tere ya no podía seguir caminando y había conseguido asilo temporal en el hall de un hotel, cuyo dueño muy amablemente la dejó quedarse y le dio un poco de agua. Ya estaba por caer la noche, el aire había cambiado y comenzaba a hacer frío. Marila y yo intentamos pedir ayuda a los carabinieri, pero ante nuestro precario italiano ellos no entendieron la situación y nos mandaron de nuevo a la estación de trenes. Decidimos que Marila se quedaría allí, a la entrada del pueblo, esperando a ver si por casualidad interceptaba a Alejandro, en tanto yo desandaría el camino. Hacia allá estaba yendo a toda velocidad, mientras pensaba que todas las películas de psicópatas comienzan con un grupo de personas que se separan inocentemente, y una noche que se acerca, cuando escuché un grito que venía de la zona de Marila. Fue un sonido tan lejano que pensé que era obra de mi imaginación. Dudé si seguir hasta la estación o volver las varias cuadras ya hechas. Las piernas comenzaban a sentirse agotadas, y el aire frío se me metía por todos los poros, pero desandé el camino, por si acaso. Por suerte el grito sí era de Marila, que había encontrado a Alejandro, que nos había estado buscando por todo el pueblo a las carreras mientras dejaba el auto ilegalmente estacionado, y venía con pinta de exhausto. Ya podíamos seguir nuestro viaje. Levantamos a Teresita, aún instalada en el hall del hotel del señor amable, y abandonamos Riomaggiore, aunque el tiempo no daba para retomar el plan original de ir a otro de los Cinque Terre, así que pegamos la vuelta y pusimos proa a Barga, dejando La Spezia para volver a la Toscana.

Meses después, ya en Montevideo, nos seguirían lloviendo las multas por estacionamientos indebidos y excesos de tiempo que ese día ilusamente habíamos creído evadir. Pero quién nos quita lo vivido.

4. El retorno

Nos perdimos un millón de veces.

Recorrimos caminos, los desandamos, nos guiamos con mapas bajados desde el teléfono y en papel, pero igual, hicimos varias veces losmismos cruces y nos empantanamos ante las mismas rotondas.

Eran casi nueve cuando hubo que parar a comer. Con todas las vueltas del día nos habíamos salteado el almuerzo, de manera que cuando vimos al pasar por un pueblito pequeño un cartel que ofrecía los "ravioles gratinados de la Nonna Carla", allá fuimos, aunque tuvimos que dejar el auto a un par de cuadras y caminar entre los autos por plena carretera, ante la total ausencia de veredas.

De los ravioles gratinados y de la Nonna Carla les quedaba solo el cartel, porque en el lugarcito al que llegamos no había más que pizza, servida por dos personajes con pinta de expresidiarios: un veinteañero de ojos y dientes saltones con el jean roto por todas partes y una cuarentona con ojos maquillados a lo Cruela Devil, que metían miedo. Pero las pizzas estaban ricas, y nosotros muertos de hambre.

Al rato de reanudar nuestro regreso nos lllegó la hora de abandonar la autopista. Salir de ella implica, en Italia, pagar de una vez todos los peajes que habíamos atravesado en el camino. A esa altura venía manejando Marila, quien se ubicó correctamente frente a la barrera y apretó el botón para ver a cuánto ascendía nuestra deuda: debíamos abonar la módica suma de 6.60 euros. Empezamos a juntar monedas entre los cuatro, para lo cual hubo que sacar la mochila de Ale del asiento de atrás y revisar cada uno sus monederos. Juntamos todas las que hallamos, las pusimos en la máquina y esperamos: nos faltaban dos euros. Para entonces estábamos demorando una eternidad, y los tanos del auto de atrás comenzaron a tocar la bocina. Pusimos un billete de diez euros, confiando en que las monedas nos serían devueltas, pero la máquina no lo aceptó, porque venía medio arrugado. Los de atrás volvieron a bocinar. Probamos con uno de veinte: la maldita máquina de los peajes también lo rechazó. Empezamos a entrar en pánico. Quizás estábamos medio lejos de la máquina y eso dificultaba poner bien los billetes. Bajé del auto para acercarme al dispositivo de control, pero apenas abrí la puerta se me desparramaron por el suelo las seis o siete manzanas que llevábamos para el desayuno. Empecé a levantarlas, lo que debe haber provocado un montón de gritos de los tanos, que por suerte no escuchamos, mientras la máquina del peaje repetía una suerte de interminable letanía: "usted no puede descender del vehículo. Usted no puede descender del vehículo..."

En cierto momento de iluminación, entre la histeria, las manzanas y los bocinazos, la cosa se comió uno de los billetes que probábamos, nos dio el cambio, se abrieron las barreras para salir de la autopista y partimos como quien acaba de ser admitido en el Paraíso.



5. Hogar, dulce hogar

Llegamos a nuestro pueblo alrededor de las diez y media de la noche, pero la jornada aún no terminaba, de manera que mientras Tere se reponía en la Casa Cordati los otros tres nos tiramos hasta un barcito cercano, a tomar algo que reconfortara el alma y el cuerpo. Barga es un pueblito tranquilo y sin mucha noche; casi no quedanban sitios abiertos. Por suerte caímos en lo de Aristo, un lugar minúsculo y de película atendido por un chico veinteañero, una señora cincuentona y un duende de edad indefinida, muy bajito, de barba blanca y ojos azules. El duende nos explicó cada trago, respondió las preguntas que le hicimos sobre las fotos y los instrumentos musicales que decoraban el lugar y hasta nos contó de un tenor uruguayo que visita Barga dos por tres: Marcelo Guzzi, o algo así, alguien que acompaña a Andrea Bocelli y que un día de estos, como su padre se lo pidió, cantó frente mismo al restaurante de Aristo. Al principio había dos o tres personas porque era a media tarde, a la hora de la siesta, nos contó el duende con su voz de anciano sabio, pero cuando empezaron a sonar sus canciones pronto se congregó una multitud y fue emocionante ver correr las lágrimas en los ojos de los viejos, conmovidos.





La noche del regreso de los Cinque Terre nos conformamos con tomar unas grappas y moscatos, pero a la siguiente los cuatro cenamos allí sopa de lentejas y torta de queso, tomate y berenjena, y de postre unas tortas caseras que añoraremos cada día de nuestras vidas. De despedida el duende nos invitó con una ronda de vino de la zona, el "vin santo", que es dulce y delicioso, y al rato, cuando nos íbamos hubo otra vuelta, pero de un licor de chocolate tan espeso y espectacular que era de limpiar la copa con el dedo, literalmente.

Ya estamos haciendo planes para vivir en Barga.




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