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Channel: Hojas de Arbolito
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Antes de la noche

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Cuando salí esta tarde del trabajo el cielo estaba en la hora mágica, y no había esquina que no terminara en incendio. La puerta de la Ciudadela, con el Palacio Salvo al fondo y su alto penacho iluminado, parecían pedir a gritos un crucero con turistas, alguien que registrara el diálogo de la tarde y los perfiles, la quietud de los edificios y las personas moviéndose apresuradas.
Los oficinistas de la Ciudad Vieja, como de costumbre, estábamos más allá de la luz y de la magia. La mayoría caminábamos a buen paso, mirando las pantallas de los teléfonos o tratando de encender un cigarrillo contra el viento. Siempre es lo mismo a las seis de la tarde. Los empleados dejamos nuestras celdas como abejas desbandadas, con una sola misión reflejada en nuestros ojos: llegar. Llegar a alguna parte, haya o no quien nos espere.
Hace tiempo que padezco estos horarios, que comparto apuros y misiones cotidianas. Mi casa queda lejos y el viaje es largo: no hay tiempo para atardeceres.
Al acercarme a Sarandí la masa de gente era hoy tan compacta que debí reducir la velocidad y caminar a paso normal, esquivando siluetas. En la entrada del estacionamiento levanté los ojos, y una figura en particular me llamó la atención. Era un hombre. Caminaba unos pasos adelante en la misma dirección que yo. Solo veía su espalda. Medianamente alto, de lentes, con algunas canas y el cabello corto. Ni gordo ni flaco, cabezón. Era Santiago.

Cada vez que veo a Santiago es igual a la anterior: levanto la cabeza y lo descubro caminando unos pasos adelante. Le veo la nuca, las orejas, algo del cuello. Hace años que Santiago camina en mi misma dirección, es lo único que parece hacer. Nunca lo veo venir, ni cruza por la vereda de enfrente; siempre va dos pasos adelante, de espaldas.

Cuando me lo encuentro y va solo por lo general me apuro y trato de pasarlo. Lo contrario me sucedió una vez a la salida del cine, hace tres o cuatro años. Yo estaba con una amiga, habíamos ido a ver un documental sobre cuevas y estalactitas. Por alguna razón la sala estaba llena y la salida se hizo especialmente lenta. Una masa amorfa de seres humanos murmurando cosas caminaba despacio hacia la puerta, como en una suerte de procesión. Esa noche iba a viajar, y como no me daba el tiempo de volver hasta casa llevaba conmigo la mochila azul gigante, que apenas entraba entre las butacas de la sala. Siempre cargo de más cuando viajo, le estaba explicando a mi amiga, cuando levanté la cabeza y quedé sin aliento porque allí iba él, adelante. “Es Santiago” dije con los labios, y ella comprendió. Él tenía puesto un buzo rojo, iba con la campera en un brazo y un manojo de llaves en la otra mano. Caminaba en silencio detrás de la mujer de pelo corto que yo había visto en sus fotos de las redes. Estábamos a medio metro. Sentí (o creí sentir) su perfume.
Seguí caminando a sus espaldas, sin sacarle los ojos de encima. Él se llevó la mano a la nuca. Cuando alcanzamos la salida la gente comenzó a caminar con más libertad en distintas direcciones; algunos nos cruzaron por delante y otros se fueron interponiendo entre nosotros, hasta que terminé por perder su espalda y la de la chica de cabello corto en el mar de siluetas parecidas.

Muchas veces he encontrado a Santiago, muchas, y ninguna cambió nada.

Una vez me habló de sus hijos. Fue en otro de los encuentros con su espalda, un sábado por la tarde, años antes de lo del cine. Venía de regreso de la casa de mis padres, pensando hacer los mandados para la merienda. Dos metros antes del supermercado él apareció caminando delante de mí, también rumbo a las compras de la tarde. Aún no usaba lentes, ni estaba tan canoso. Lo seguí un par de metros hasta pasarlo y parecer sorprendida pero no era verdad, porque esa misma mañana había despertado sabiendo que lo encontraría allí, por la tarde. Solo con él me pasan estas cosas, y ya aprendí que presentirlo no significa nada. Es una conexión inútil.
Esa vez recuerdo que hablamos un rato, me contó de tres hijos y yo morí un poco por dentro. Volví a casa sin las compras; cuando por fin volvió el hambre llamé al bar de la otra cuadra y pedí una pizza. Vino con mucha masa y poco queso, chiclosa, fría y resentida.

Santiago iba solo cuando lo empecé a seguir sin darme cuenta, hoy por la tarde. Seguro que acababa de salir del estacionamiento, porque aún llevaba las llaves en la mano. El traje oscuro lo hacía lucir serio y respetable. No me gusta cuando viste de arquitecto, pero como solo lo cruzo una vez cada tres o cuatro años nunca se lo he comentado. Los lentes le quedan bien, y ha bajado un par de kilos (debe estar yendo al gimnasio). Caminé detrás de su silueta copiándole el ritmo de los pasos y la manera distendida de dejar los brazos sueltos, como si siguiera teniendo veinte años. Qué raro que no fume, pensé, pero luego recordé que una vez comentó que lo había abandonado. Apagué mi cigarrillo contra una columna de la Plaza, lo tiré en el tacho de la parada y continué caminando. Habíamos pasado la peatonal; ya había mucho menos gente en la vereda. La hora mágica no dura más que unos minutos, y estaba por terminar.
Un poco antes del Solís terminé de decidirme y extendí la mano para tocarle el hombro, pero no llegué a hacerlo y mi brazo quedó congelado en el aire, inmóvil. Recordé que andaba despeinada y sin maquillaje, miré mi ropa de todos los días, pensé en las orejas sin caravanas y las manos sin anillos, me acordé de las canas, las arrugas. No era más que una oficinista saliendo del trabajo a las seis de la tarde y camino a su casa, como todos. Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta, mientras las sombras de la tarde se me colaban de golpe entre los ojos. Reduje la velocidad y vi cómo Santiago se alejaba: un metro, dos, media cuadra. Cuando llegué a mi parada su traje no se divisaba entre la gente. Se había ido.

Por suerte el 103 vino enseguida, y me acomodé en un asiento con ventanilla. Me gusta ver pasar la vida cuando estoy triste: todos parecen correr hacia algún lado. 

Cuando llegue a mi casa ya va a ser de noche. En mi barrio hay poca gente, y por más que levante los ojos en el camino no va a haber nadie adelante. El viaje es largo. Ya no se ven los colores del atardecer.



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