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Channel: Hojas de Arbolito
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Julio 2019

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Matilda camina por los muros sembrados de vidrios con una elegancia a prueba de tropiezos. Salta desde el sobretecho hasta la ventana de la cocina y aterriza impecable en los únicos 40 cm sin plantas. Camina entre los adornos de los muebles sin tocarlos, sube a la mesa como quien trepa un escalón y cuando quiere irse salta de piso a muro sin el menor esfuerzo. 
El gato no puede saltar hasta el muro, solo llega al nivel del sillón y cada vez que baja a la ventana de la cocina se lleva puesta una maceta. No sé si es un tema de género, de edad, tamaño o simple torpeza, pero las plantas lo ven venir y tiemblan. 
La humana, entre tanto, hace una hora que se debate entre hacer o no hacer mandados, porque tiene la heladera vacía después del viaje pero cada vez que mueve un dedo siente una especie de "crack" como de hueso que se deshiela. 
Que venga la primavera. YA.


Vacaciones deee julio

La salida del bus a Carlos Paz se realizó en tiempo y forma. Solo tenemos la mitad de los asientos ocupados, de manera que pronto nos dividimos para tener dos plazas por durmiente, porque la idea inicial era que el viaje llevaba entre 12 y 4 horas, hora más, hora menos. 
Nuestra guía se llama Elba y tiene una edad acorde con el nombre. Habla muy bien y es correcta, no se excede con los discursos ni se come las eses como la del año pasado. 
A la hora de la cena el problema fue que somos cuatro vegetarianos que había os avisado, pero nuestras bandejas no aparecían. Al final parece que estaban por ahí, y nos las dieron: un pedacito de pascualina y una bandeja llena de papas cocidas, cortadas en trozos, con perejil. Iupiiii...
Tras la cena, al rato estuvimos media hora en un parador con olor a fritanga, y yo me pasé un buen rato juntando ágatas entre el pedregullo, igual que el año pasado. 
De mañana hubo una franjita de luna escondiéndose en el horizonte, lagos vaporosos, águilas entre la niebla. Una circunvalación de Córdoba que dejó en claro el cinturón de miseria de la ciudad, que dejamos atrás para entrar Carlos Paz, entre las sierras y al pie del lago. 
Las vacaciones han comenzado.



Después de un “opíparo” almuerzo en el hotel de fideos con un leve rastro de queso decido tirarme hasta la principal de Carlos Paz a tomar un cortado con medialunas. Mucho restaurante carnívoro, mucha comida chatarra pero poca cosa saludable a la vista, por ahora. 

En la principal,una especie de 8 de octubre con alguito más de nivel, grandes marquesinas con espectáculos de revistas y humoristas que aseguran arrancar carcajadas pero tienen los ojos tristes en las fotos. Son obras que se dieron en Turismo, las carteleras están ya sin color y un poco raídas en los bordes. 

Paso por una cafetería elegante pero me parece cara y sigo de largo. Me siento en la segunda, que tiene todas las mesas arregladas pero ni un comensal instalado; espero cinco minutos, no viene nadie, me voy. En la tercera un mozo de increíbles y azules ojos trae un cortado y dos medialunas y doy comienzo a mi segundo desayuno, en este caso de las 13.30. 

Entra un chico vendiendo tablas de picar carne. Que necesita vender, que tiene dos hijos autistas, que debe darles de comer. Tras él, a los dos minutos, una muchacha con unos pares de medias en la mano. Insiste, insiste, insiste. Parece que no se va a ir, pero al final se da la vuelta y regresa a la calle principal. 

Vienen bravas mis vacaciones del punto de vista gastronómico, pienso, y me dispongo a tomar mi cortado. Salud. Y que mejore Argentina, que la veo frágil y sin fuerzas. El día de sol y cielo azul (como los ojos del mozo, repito) merece ser vivido con un poco más de energía. 

Ya vendrán tiempos mejores, y fotos, y crónicas optimistas. Por ahora, es lo que hay.




Córdoba capital: 1.391.000 de personas, zona histórica de varias manzanas. Nueces deliciosas a 60 los 100 gramos. La mitad de los hombres tiene ojos color esmeralda. Peatonales por todos lados. Gerardo Romano en un teatro (pero el martes que viene). Museos, exposiciones, catedral. Gente muy amable. ¿El eclipse? Bueh... nunca sentí que se oscureciera el sol, medio entrecerrando los ojos lo vi con un mordisco menos y ahí por la mitad desapareció entre los edificios. A la vuelta a la señora guía le dio por contar chistes y adivinanzas y no hubo quien la eclipsara. Y esa fue la tarde del día 2. 🌓



María tiene 90 años, o quizás 91. Camina derechita, tiene el pelo blanco y los ojos risueños. En el entrevero de gente de la excursión tardé varios días en verla, pero una vez que hablé con ella fue imposible olvidarla. 
Había nacido en Brasil y aún tiene acento norteño, sobre todo en las "r" y las "v", así como algo del cantito musical de los paulistas. Anda de pollera y sandalias pese al aire helado del invierno cordobés, y su ropa es prolija pero no de marca. 
Quizás fue por eso que una tarde en el lobby del hotel una señora argentina muy bien peinada y mejor vestida se le acercó a indagar quién era y cómo era que estaba ahí, de vacaciones. La señora empezó por presentarse como viuda, aclarando que el primer marido le había dejado unos campos, lo que le permitía pagarse esos días en Carlos Paz. 
_ ¿Y usted? ¿Cómo hizo para venir acá?- preguntó la indiscreta, a lo que María abrió mucho los ojos y respondió:
_ Y... yo saqué la plata y pagué. 
_ Aaah... ¿Y a qué se dedica para poder pagarse un viaje como este?
_ ¿Yo? Vendo caramelos en los ómnibus.
_ ¿Eh?
_ Sí... Vendo de noche, porque hay menos competencia y la gente compra más. 
Ante tan inesperada revelación la señora decidió batirse en retirada, no sin antes pasar por la mesa de sus congéneres en el otro extremo del hotel y comentarles algo, ante lo cual todas las cabezas se voltearon a mirar a María, que seguía tranquila, con la mirada perdida a la distancia. 
_ Se ve que me vio vieja y encima negra y dijo "esta mujer no puede pagarse un viaje". Así que le inventé lo de los caramelos. 
María nos contó la historia en medio del almuerzo del día siguiente, y todos morimos de risa. Le pasamos pidiendo caramelos toda la semana; ella siempre encontraba una forma graciosa de respondernos. 
Había llegado a Uruguay hace setenta años buscando estudiar, porque iba a ser enfermera y en su país no había buenos cursos. Incluso vino 17 días antes de cumplir la mayoría de edad, y tuvo que reportarse cada uno de esos días en la comisaría para saber que no le había pasado nada, por ser menor. Después entró a la Escuela de Enfermería, y una noche los muchachos de la Escuela Naval la invitaron a un baile con sus amigas, del cual tres de las cuatro volvieron con novio. Ella se casó con el muchacho que conoció esa noche, y estuvo con él hasta enviudar, hace pocos años. Nunca tuvo hijos, porque una vez perdió un embarazo casi a término y no se animó a repetir la experiencia. Parece que bajando de un ómnibus, mientras su marido la esperaba abajo dandole la mano para que descendiera, el chofer arrancó antes de tiempo, María cayó sobre unas piedras, con el peor resultado posible. Su ginecólogo era Crottogini, que no daba crédito al enterarse de lo que había ocurrido. 
De todos modos, pasado el tiempo, la vida siguió su curso. En cierto momento se le ocurrió presentarse a Martini Pregunta para responder sobre mitología griega, y el propio embajador la invitó cada semana a la embajada para darle clases sobre el tema. Su desempeño fue tan bueno que ganó el segundo premio: 2000 dólares y un viaje de dos meses por Europa con su marido, pero ella terminó llorando porque no quería salir segunda. 
Ahora estaba paseando en excursión, y de alguna manera la convertimos en la niña mimada de nuestro grupo.
_ Che, María, ¿y si te ponés mejor a vender preservativos en el ómnibus?
_ No, porque si los vendo todos después no me quedan para mí, ¿y qué hago?
Antes de empezar a tomar una copa, según María, hay que bendecir la bebida:
"Vino divino
lindo alimento
tú que estás afuera
pasa para adentro."
En cierto momento, ya volviendo a Montevideo, dije por el micrófono del ómnibus que tuvieran cuidado, que iba a escribir historias acerca de todos los pasajeros. Cuando regresaba a mi asiento María me tomó la mano y dijo que quería saber si de verdad iba a escribir acerca de ella y le dije que sí, porque era la persona mas interesante que he conocido en mucho tiempo. Y era cierto.



Cuando es viernes y tu cuerpo lo sabe

En medio de la noche el ómnibus corre y corre por la ruta. Estamos cerca de Rosario, y ya sabemos que la próxima parada será en un par de horas en Gualeguaychú. A nuestro lado se vislumbran apenas unos enormes espejos de agua que parecen no tener fin. Hay islas negras y alargadas; la luna anaranjada se puso hace rato sobre el horizonte y el cielo está tapado de estrellas. 
La mitad de los pasajeros viene adormilada, otros leemos, y los cuatro niños del fondo vienen haciendo adivinanzas, cuando de repente todos lo sentimos: el coche baja la velocidad y se detiene. Automáticamente abrochamos los cinturones de seguridad que hace rato tenemos olvidados, por si es un control policial, pero no. No sube nadie. 
_ Bueno, señores... - llega desde la cabina la voz del chofer- Ha habido un accidente más adelante, y nos vamos a detener acá de dos a cuatro horas. 
Nos miramos sin preocupación, porque sabemos que lo de las cuatro horas es una broma, pero sí es cierto que algo ha pasado. Empezamos a cabecear hacia el pasillo tratando de ver para adelante: la fila interminable de luces rojas titilantes llega hasta el horizonte, pero no se mueve.
Ha habido un accidente. 
Nadie sabe mucho, hasta que empezamos a recabar datos de los autos de los alrededores. Pasan una grúa, un patrullero, una ambulancia. Los celulares están fuera de servicio y la radio del ómnibus no puede comunicarse con ningún camionero que aporte algún dato. Un señor uniformado que pasa caminando nos confirma que lo que pasó fue el choque de un auto y un camión sobre un puente, pero es lo único que sabe. Detrás de nosotros ya la cola de autos es tan interminable como la de adelante.
A la media hora Diana baja a fumar, y yo la sigo. Los dos choferes ya están parados en el borde de la carretera, mateando. Mientras charlamos se suma Nélida, luego Rosa, hasta que poco a poco ocho o nueve personas nos agrupamos al frente de nuestro bus, iluminado por sus focos. Pasa el tiempo, y nada. La fila no se mueve ni un poquito. Empezamos a hacer planes de cazar algún bicho para comer cuando nos entre hambre, y por un momento me olvido de que soy vegetariana. 
Cuando ya había pasado más de una hora Guillermo, uno de los choferes, sube el volumen de la radio, y el rock de los 80’ empieza a adueñarse de la noche. De Donna Summer a Gloria Gaynor, Abba y toda la patota Disco. 
I will survive! 
La ruta se hace pista. Nos ponemos a bailar mis amigas de siempre y las recién conocidas, la guía veterana, la abuela que viaja con la nieta y parecía caminar con dificultad, y hasta la jubilada con pinta de poco sociable empieza a ondular bajo una bola de espejos imaginaria. Guillermo va enganchando temas y jugando con las luces, mientras el otro chofer colabora con una linterna poderosa, cuyos haces de luz danzan entre las figuras llenas de camperas que se mueven y cantan. 
Un grupo de muchachos de los autos de atrás se viene arrimando tímidamente; nos observan por un rato en silencio, hasta que uno dice con tono admirativo:
_¡Lo que son los uruguayos!
Y otro acota:
_ Es que allá en Uruguay tienen la droga gratis.
Gratis no pero legal sí, habría que aclarar, pero no decimos nada y solo seguimos bailando como locos bajo el cielo estrellado. Los argentinos no bailan, aunque sí vienen a charlar. Nos ubican en rutas y caminos, hablamos de fútbol y de lugares para conocer de los dos lados, hasta que Guillermo desde el ómnibus nos cuenta que la fila de adelante parece que empezó a moverse. 
Subimos rapidito, con las mejillas coloradas y las orejas frías, y a los dos minutos ya estamos en marcha hacia nuestros hogares.
Acabo de vivir un cuento de Cortázar. La autopista del Sur versión uruguaya. Acabo de vivir un cuento de Cortázar.





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